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martes, 13 de noviembre de 2012

La vida no iba en serio



Hace no mucho tiempo, una buena amiga mía me dijo que, a la hora de escribir, la autobiografía, o las memorias, se dejan para el final, para cuando uno es viejo. Porque aunque nos parezca lo contrario, la vida de uno no interesa, sobran vidas peculiares e interesantes, podríamos hasta establecer un concurso de ver quien tiene la o ha tenido la vida más curiosa.
Cuando se es joven, o casi joven, o maduro, hay que escribir de otros, la experiencia propia sirve como ayuda para introducir elementos de interés en el relato, pero no para convertirlo en lo protagónico.
La persona que no tiene qué escribir o que no sabe qué escribir, habla de sí misma, en primera persona, para el caso es como si un servidor dedicase este espacio todos los días a hablar de mí mismo, ello traería el aburrimiento.
La carrera de ese pseudo-periodista de telecinco llamado Jorge Javier Vázquez va ligada al estercolero, es decir, recoge, distribuye, almacena, clasifica y elimina basura, da igual que hable que escriba, no es más que un personaje mediático que ahora escribe libros.
Debe ser muy difícil que se venda ese libro que ha escrito que se ha desplegado toda una campaña de marketing para obligar al personal a comprarlo, en su propio programa recitan textos enteros de las páginas de esa pseudo-novela titulada La vida iba en serio, cada tantos minutos nos recuerdan que lo compremos, se anuncia en la parrilla de la programación, se promociona a los cuatro vientos.
Es denigrante que en pleno horario infantil y juvenil, el presentador de una cadena de ámbito nacional, recite textualmente parte del contenido de uno de los capítulos de tan nefasto libro, donde relata con pelos y señales cómo se masturbaba de jovencito, ¿es ésta la tele que ofrecemos a nuestros niños?
¿Qué tiene de interesante el libro si ni siquiera su autor pasa por ser una persona interesante? El espectador medio español ha elevado a la categoría de ídolos a personajes y personas oscuras, que están lejos y por debajo del periodismo, que han cruzado los límites del buen gusto hace mucho tiempo.
Ver la página web de telecinco es un ejemplo de observar un contenedor de residuos tóxicos y basuras nocivas, es un exponente del mal gusto español, en portada no sólo aparece tan nauseabundo presentador de televisión promocionando su libro, sino también todas las fulanas y menganos, chulos y rameras de la geografía española que colaboran, presentan o participan en los reality shows que telecinco ofrece en su programación, gente sin estudios, aficionados al pelotazo, braguetazo, martillazo, eddredoning, chicuelos sin alfabetizar, mozas tetudas, sarro por doquier, caspa, freaks de barriada, programas insufribles.
La vida no va en serio cuando uno se ríe del telespectador, no entiendo muy bien el título de La vida iba en serio, cuando casi todo, por no decir todo, lo que ese programa basura ofrece, no es serio, ni tan siquiera sus propias discusiones.
Llegará un día en que no interese, pero para ello tendrá que haber un cambio de gustos en el espectador, aunque siempre vendrá otro programa basura a sustituir al anterior, la basura siempre está ahí, sólo hay que tirarla al contenedor, no pararse a contemplarla, porque poco puede ofrecer.

viernes, 13 de abril de 2012

Un país mediocre

 
 
Quizá ha llegado la hora de aceptar que nuestra crisis es más que económica, va más allá de estos o aquellos políticos, de la codicia de los banqueros o la prima de riesgo. Asumir que nuestros problemas no se terminarán cambiando a un partido por otro, con otra batería de medidas urgentes o una huelga general. Reconocer que el principal problema de España no es Grecia, el euro o la señora Merkel.  Admitir, para tratar de corregirlo, que nos hemos convertido en un país mediocre.
 
Ningún país alcanza semejante condición de la noche a la mañana. Tampoco en tres o cuatro años. Es el resultado de una cadena que comienza en la escuela y termina en la clase dirigente. Hemos creado una cultura en la que los mediocres son los alumnos más populares en el colegio, los primeros en ser ascendidos en la oficina, los que más se hacen escuchar en los medios de comunicación y a los únicos que votamos en las elecciones, sin importar lo que hagan, solo porque son de los nuestros.
 
Estamos tan acostumbrados a nuestra mediocridad que hemos terminado por aceptarla como el estado natural de las cosas. Sus excepciones, casi siempre reducidas al deporte, nos sirven para negar la evidencia.
 
Mediocre es un país donde sus habitantes pasan una media de 134 minutos al día frente a un televisor que muestra principalmente basura.
 
Mediocre es un país que en toda la democracia no ha dado un presidente que hablara inglés o tuviera unos mínimos conocimientos sobre política internacional.
 
Mediocre es el único país del mundo que, en su sectarismo rancio, ha conseguido dividir incluso a las asociaciones de víctimas del terrorismo.
 
Mediocre es un país que ha reformado su sistema educativo tres veces en tres décadas hasta situar a sus estudiantes a la cola del mundo desarrollado.
 
Mediocre es un país que no tiene una sola universidad entre las 150 mejores del mundo y fuerza a sus mejores investigadores a exiliarse para sobrevivir.

Mediocre es un país con una cuarta parte de su población en paro, que, sin embargo, encuentra más motivos para indignarse cuando los guiñoles de un país vecino bromean sobre sus deportistas.
 
Mediocre es un país donde la brillantez del otro provoca recelo, la creatividad es marginada -cuando no robada impunemente- y la independencia sancionada.
 
Un país que ha hecho de la mediocridad la gran aspiración nacional, perseguida sin complejos por esos miles de jóvenes que buscan ocupar la próxima plaza en el concurso Gran Hermano, por políticos que insultan sin aportar una idea, por jefes que se rodean de mediocres para disimular su propia mediocridad, y por estudiantes que ridiculizan al compañero que se esfuerza.
 
Mediocre es un país que ha permitido, fomentado y celebrado el triunfo de los mediocres, arrinconando la excelencia hasta dejarle dos opciones: marcharse o dejarse engullir por la imparable marea gris de la mediocridad.