Aquel verano de 1978 tuvimos algo excepcional, tres Papas consecutivos, primero Pablo VI, el cual ya anciano y enfermo murió Castelgandolfo el 6 de agosto, le sucedió el bueno y trasgresor Albino Luciani, alias Juan Pablo I, el cual reinó en el Vaticano 33 días, y por último el polaco Karol Wojtyla, Juan Pablo II.
Juan Pablo I fue el Papa al que no dejaron ejercer su revolución dentro de la Iglesia, fue el Papa del pueblo, el mejor Papa desde Juan XXIII. Defendió una Iglesia pobre y pagó un alto precio por sus pretensiones.
El Cardenal francés Villot, que siempre fumaba Gitanes, le envenenó la bebida, posiblemente el té de la noche. Luciani planeaba meter mano en las finanzas del Vaticano. No se le hizo autopsia y se le embalsamó antes del plazo de rigor, para ello se falsificó la hora de defunción.
Gracias a este macabro asesinato, Villot pudo ver su sueño cumplido de ver coronado a su preferido, el polaco que se sentaba al lado de Luciani en el cónclave anterior.
Aquel caluroso verano del 78 hubo dos cónclaves, el primero lo perdieron los partidarios de Villot, el segundo lo ganaron después de un vil asesinato sobre el que la Iglesia no se ha pronunciado jamás, lo que ocurre en el Vaticano, se queda en el Vaticano.
Juan Pablo II fue un Papa conservador, precisamente lo que quería la Curia romana, el actual Papa, el alemán Josef Ratzinger, es más de lo mismo, conservadurismo, intolerancia sobre ciertos temas y una Iglesia rica, que no es precisamente lo que quería Jesucristo.
Wojtyla estuvo casi 27 años, uno de los pontificados más longevos de la Historia, Ratzinger fue elegido cuando ya era un hombre anciano, en parte por haber organizado minuciosamente los funerales de su predecesor.
Ratzinger, para bien o para mal, está considerado un Papa de transición, un paréntesis entre un Papa mediocre como Juan Pablo II y el magnífico Papa, posiblemente latinoamericano, que está llamado a sucederle.