Qué pena de país, qué pena derrochar tantos años de historia, de lucha, de guerras internas, para desembocar en toda la situación actual. La democracia era esto, no lo sabía Pelayo, tampoco los Reyes Católicos, Franco la detestaba, Cánovas del Castillo decía que los españoles son incapaces de gobernarse por sí mismos.
Es por ello que nos implantaron una monarquía allá por 1978 a modo de experimento de laboratorio donde implantan embriones, por eso hay rey, y además Borbón, porque somos incapaces de gobernarnos a nosotros mismos. Sólo Pablo Iglesias puede demostrar lo contrario, que podemos hacer un cambio, y en lugar de entonar La Marsellesa, entonaremos La Praviana.
Dejé de creer en la democracia española cuando apareció en escena el pequeño Nicolás, ese chico con jersey de Lacoste que se peina como Aznar. Valiente bribón, el caradura más grande que ha dado España, encabezando el ranking con Urdangarín.
España pasó de ser una dictadura gris, un país triste gobernado por un tirano analfabeto que nos colocó como la séptima economía mundial a convertirse en una partitocracia corrompida de la A a la Z y en lo social un país vulgar, sin ideas, sin motivación, sin interés alguno por cambiar y mejorar, donde todo es banal, de mal gusto, zafio, basta con echarle un vistazo a la página web de Telecinco.
Si España no se quiere a sí misma porque algunos de los españoles no se respetan ni entre ellos ni a sí mismos, ¿quién va a querer a España? ¿La ONU? ¿La OTAN? ¿El Tribunal de La Haya? ¿El de Estrasburgo? ¿Estados Unidos? Estados Unidos no quiere ni ha querido jamás a España, quiere nuestros recursos, nuestra rendición incondicional, que roguemos de rodillas. No basta con Rota y Torrejón de Ardoz, tampoco con haber regalado el Sahara español o renunciar a Gibraltar, o haber ido a Irak, lo quieren todo, absolutamente todo, de eso México sabe un rato.
Qué pena de país el nuestro cuyos representantes van a la cumbres iberoamericanas cual safari a dar lecciones a los que ya han visto las barbas del vecino pelar.